viernes, 18 de abril de 2014

Vida

Justo antes de que naciera mi hijo mayor, en los afanes de arreglar su cuarto, ordenar su ropita y alistarlo todo, descubrí que en la jardinera de la ventana que daba para el cuarto del bebé, había una tórtola echada entre las matas de Curazao que habíamos sembrado mi esposo y yo meses antes, y que ahora estaban florecidas por el fuerte verano que había en ese entonces. La jardinera era grande, hacía parte de la fachada del edificio, entonces había espacio suficiente para que pasara todo lo que con los días pudimos presenciar; fuimos viendo a través del vidrio cómo iban transcurriendo las cosas para ellos, cómo la tórtola puso los huevos primero, luego voló a traer pajitas para hacer su nido alrededor de éstos (en lugar de tenerlo listo desde antes, como nosotros lo estábamos haciendo para recibir a nuestro hijo) y esperó pacientemente un par de semanas, contando siempre  - cómo en mi caso - con la ayuda y presencia del macho. Nuestros polluelos nacieron casi al mismo tiempo, el nuestro mucho más hermoso que los de ellos, que eran dos ojones cuellilargos de pocas plumas; aunque menos lindos, eran alados y muy pronto pudieron volar, dejándonos atrás. Fue hermoso ver como la naturaleza nos puso ese espejo al frente, como preparándonos para lo que vendría, como dándonos un ejemplo, como trayendo la vida hasta nuestra ventana.

Han pasado casi diez años, y hace un par de semanas se repitió la historia. Ahora vivimos en otra casa donde la jardinera es pequeña,  y la mata está muy seca, casi muerta. Esta vez no hay macho junto al nido y la tórtola ha pasado todo el tiempo sola cubriendo sus dos huevos, sin importarle los aguaceros que ha tenido que soportar en el duro abril de lluvias mil. Mis hijos han podido ver todo el proceso a través del vidrio y han cuidado a su mascota (como han querido llamarla): no hemos abierto la ventana desde entonces y hasta cerramos la cortina para que no se asuste con nuestros movimientos (sólo la corremos para "darle vuelta"). El jueves santo, cuando iba hacia la cocina para preparar el desayuno, corrí despacito la cortina para ver como había amanecido nuestra madre soltera y pude ver un huevo roto, otro intacto y un polluelo chiquitico junto a la carita asustada de su madre. 

No creo que sea muy común que esto pase, o si pasa, a mí nunca nadie me ha contado algo así, y para ponerle romanticismo, prefiero pensar que en esta familia tenemos algo especial que les gusta a los pajaritos. Sé bien que no son el pájaro más hermoso, pero no entiendo el odio que siente cierta gente por las tórtolas. De nuevo la vida toca a nuestra ventana y esta vez lo he disfrutado mucho más, porque tengo a mi lado a mis polluelos, que ya habían oído la primera historia de mi boca y ahora  pudieron vivirlo todo.