martes, 6 de agosto de 2013

Mia

A mi siempre me han gustado los perros pero me había vuelto muy crítica con amigos y conocidos que para mi se han "enloquecido"con sus mascotas, llegando a extremos muy ridículos -a mi modo de ver-. Si a eso le sumamos que para mí no hay amor como el de los hijos, me parecía pasado de irracional que hicieran cosas como no salir por no dejar a sus perros solos, gastar fortunas en veterinarios o pagarle a alguien mientras están de viaje que les cambie la arena y les de comida a sus gatos. Entonces yo (que ya había tenido varios perros), sencillamente decidí no volver a tener más pues con el último tuve que escoger entre cuidar de mi bebé y de un perro, y fue así cómo Bruno se fue a vivir como semental a una finca- harem llena de perras.

Mis hijos llegaron con el cuento y yo que me creía vacunada por el hecho de que su papá tuviera perro, tuve que considerarlo. Ellos querían uno para nuestra casa, uno para jugar y que los recibiera al llegar del colegio. Devolví la película 30 años y pude ver la respuesta: vi a Samuel, el cachorrito Pequinés - Maltés con el que llegó un día mi papá a la casa. Mi hermano y yo no pedíamos prácticamente nada y él tuvo el detalle de darnos un perro; él que era medio neura, no vio problema en darnos una mascota que ensuciara, mordisqueara y molestara. De esta forma Sammy fue un perrito de ciudad que iba al campo el fin de semana, era adorado por nosotros y nos hacía la vida muy feliz . Un día un perro más grande hizo añicos de él y nos dejó un hueco grande.

Entonces pude verlo todo claramente: ¿mis hijos querían perro? pues lo tendrían. Mía llegó un día que no la estábamos buscando; yo - egoístamente, lo se - había decidido que la raza fuera salchicha, que me había gustado desde siempre, pero no contaba con que al llegar a una tienda a comprar algo para la finca, iba a estar ella en una jaula, con sus hermanitos, moviéndose y ladrándonos para que la sacáramos de ahí; no volvió a entrar más en la jaula y nos tiene locos de amor.

Escupí para arriba y . . .

domingo, 26 de mayo de 2013

¿Grupo de chat? No, gracias.


Los padres de cada salón del colegio de mis hijos decidieron crear un grupo en whatsApp para estar en contacto; obviamente me incluyeron a mí y yo al principio no le vi ningún problema. Empezaron a hablar cada tarde, preguntando por las tareas para el día siguiente y yo, madre afortunada de dos chicos responsables, no tenía mucho que decir pues en mi caso, mis hijos saben siempre exactamente sus deberes, la fecha y el material que necesitan. Mandaban fotos de tareas, de libros, uniformes, disfraces, chistes, entre otras. Pasaron entonces - como era de esperarse - a descargar la falta de responsabilidad de sus hijos en la profesora y se dieron a la tarea de quejarse y despotricar de ella. De tanto comunicarse se empezaron a hacer muy amigos y entonces empezaron a planear fiestas de ¨integración¨, con preguntas e ideas todo el tiempo. A ese punto, mi paciencia y recelo con la tranquilidad y privacidad estaban al límite, pero salirse del grupo (algo que los papás fueron haciendo uno a uno hasta que sólo quedamos las mamás) era un paso brusco, un corte muy tajante con el resto de las mamás pero la verdad no me interesaba lo que discutían, no participaba y peor aún, detestaba recibir cientos de mensajes.

Un día que amanecí valiente y en contacto cercano con mi lado masculino, tomé la decisión y entonces lo hice; hundí el botón y cuando el celular me pregunto si estaba segura dije si con ganas; dejé el grupo y ellas debieron leer con cierta rabiecita parecida a la que debían sentir cuando yo no respondía los mensajes, pero esta vez mayor: mamá de B (y G) ha abandonado el grupo. 

Si bien las posibilidades de comunicación de las que disponemos hoy se han convertido en herramientas indispensables para la vida, existen momentos en los que algunos - como yo, por supuesto- sentimos que la interacción ¡es demasiada!